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ESCUCHA LA PUBLICACIÓNEn nuestra anterior publicación,
tratamos la celebración de Halloween, cuyo origen proviene de la festividad céltica «Samhain», la cual se remonta históricamente a la primera Edad de Hierro, siendo universalizada por el Papa Gregorio IV, en 1840, para la celebración vespertina de la
«Vigilia de Todos los Santos».
Por ello, y para terminar de entender la noche que se vivió ayer en Zaragoza y en muchos otros rincones del mundo, es necesario hablar hoy del
«Día de Todos los Santos», una celebración cristiana que tiene lugar cada 1 de noviembre en la Iglesia católica, con la que se realiza un solemne homenaje a todos aquellos difuntos que, habiendo superado el Purgatorio,
se han santificado totalmente y gozan ya de la vida eterna en la presencia de Dios.
Su historia se remonta a la Iglesia primitiva, acostumbrada a celebrar el aniversario de la muerte de un mártir en el lugar del martirio. Pero,
durante la persecución del emperador Diocleciano en el siglo IV, conocido por los zaragozanos al ser el responsable político –a través de los edictos que abolían los derechos legales de los cristianos– de la muerte de Santa Engracia de Braga en nuestra ciudad,
el número de mártires llegó a ser tan grande que no se podía separar un día para asignársela. Así, creyendo que cada mártir debía ser venerado, se señaló un día en común para todos, cuya primera muestra se remonta a la ciudad turca de Antioquía en el domingo antes de Pentecostés.
Esta festividad se celebraba, inicialmente, el 13 de mayo, pero, cuatro siglos más tarde, el Papa Gregorio III consagró una capilla en la Basílica de San Pedro a todos los santos y
fijó el aniversario para el 1 de noviembre, siendo el Papa Gregorio IV quien extendiera esta celebración a toda la Iglesia, a mediados del siglo IX, hasta nuestros días.
No obstante, no podemos obviar que, como bien dice el nombre de esta celebración, sólo se recuerda a los Santos, a aquellos que superaron el Purgatorio y fueron santificados; lo que motivó al
monje benedictino San Odilón, quinto abad de Cluny, a instaurar la oración por los difuntos en los monasterios de su congregación, el día 2 de noviembre de 998, como fiesta para orar por las almas de los fieles que habían acabado su vida terrenal y, especialmente, por aquellos que se encontraban aún en estado de purificación en el Purgatorio, denominándose como «Conmemoración de los Fieles Difuntos»,
popularmente llamada «Día de los Muertos» o «Día de los Difuntos». Una fecha que se extendió a otras congregaciones de benedictinos y entre los cartujos, así como la Diócesis de Lieja (cerca del año 1000) o Milán (en el siglo XII), hasta ser aceptada como la fecha oficial de la Iglesia, en el siglo XIV.
De cualquier manera, Santos o no,
ciudadanos de todo el mundo recuerdan hoy a sus difuntos, manteniendo vivo su recuerdo con ofrendas de centros y ramos de claveles, gladiolos y, sobre todo, crisantemos, mostrando el simbolismo que une al hombre con las flores desde tiempos inmemoriales, ya que la primera tumba a la que se llevaron flores data de hace 13.000 años, según los enterramientos de la Edad de Piedra descubiertos en Israel.
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